El papa Francisco ha reformulado, este primero de agosto, el punto número 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que anteriormente dejaba cierto espacio a la pena de muerte aunque reconocía que eran prácticamente inexistentes los casos en los cuales se darían las condiciones para ser legítimo ese recurso. Ahora, en cambio, dice taxativamente: “La […]
Por María José Salazar. 03 agosto, 2018.El papa Francisco ha reformulado, este primero de agosto, el punto número 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica, que anteriormente dejaba cierto espacio a la pena de muerte aunque reconocía que eran prácticamente inexistentes los casos en los cuales se darían las condiciones para ser legítimo ese recurso.
Ahora, en cambio, dice taxativamente: “La Iglesia enseña, a la luz del Evangelio, que la pena de muerte es inadmisible, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona, y se compromete con determinación a su abolición en todo el mundo”.
El Catecismo de la Iglesia Católica contiene las verdades que todo católico debería creer, siempre que quiera ser coherente con la fe que dice profesar. Esto significa que, si bien antes quedaba un resquicio que permitía justificar en algún caso extremo la pena capital, la doctrina católica nos enseña que ya no es así. Este cambio, muy en la línea de Francisco y de la sensibilidad más generalizada hacia los derechos humanos, puede presentar –entre otras– dos dificultades de asimilación. Una que podríamos denominar “visceral” o “emotiva” y otra más bien crítica.
La primera es sencilla de explicar. Hay algunos crímenes horrendos en la sociedad que invitan a elegir la pena capital como única medida justa para reparar el desorden cometido en el seno de la comunidad, ya sea por la malicia del crimen o por su difusión exponencial. Ejemplos podríamos dar bastantes: violadores de menores reincidentes, feminicidio, bandas de secuestradores o de narcotraficantes asesinos y torturadores. La reacción emotiva de la sociedad reclama la eliminación de tales elementos, ya sea por la fealdad del crimen o por la sensación de impotencia para impedir su rápida difusión.
La objeción crítica va por el lado de cuestionar el poder que tiene el Papa para cambiar una doctrina, acusándolo quizá de oportunismo. De hecho, algún sector más radical dentro del catolicismo podría ver en este cambio una ruptura con cierta “tradición”, porque, ¿cómo la Iglesia que promovió las Cruzadas y la Inquisición, ahora se opone a la ejecución de asesinos seriales?
Ahora bien, en realidad, el presente cambio representa un interesante ejemplo de lo que en teología se conoce como “desarrollo homogéneo del dogma”. Es decir, el depósito de la fe que dejó Jesucristo y custodia la Iglesia está completo desde la muerte del último de los apóstoles, testigo de esa revelación. Pero ese depósito y esa fe alumbran con luces nuevas a situaciones y contextos distintos, al tiempo que la Iglesia va profundizando, a través de su vida, de la teología y de la experiencia de los santos, en el contenido, las implicaciones y consecuencias de esas verdades reveladas.
La carta a los obispos que sirve para hacer público este cambio cita un texto que explica los motivos: “Con el curso de la historia y el desarrollo de la civilización, la Iglesia ha afinado también las propias posiciones morales con respecto a la pena de muerte y a la guerra (…). Lo que está debajo (…) es siempre la misma noción antropológica de base: la dignidad fundamental del hombre creado a imagen de Dios”.
La imagen de Dios, fundamento de la dignidad humana, que misteriosamente no la pierde ni el más abyecto criminal, justifica este cambio de postura, así como el progreso social y penitenciario, que permite a la sociedad protegerse de estos criminales. Incluso debería, aunque no es frecuente que suceda, encauzar su reinserción social o por lo menos fomentar su corrección. El empeño por defender la vida hasta este extremo es, sin duda, un avance en cuanto a sensibilidad por los derechos humanos y el reconocimiento de la dignidad de la persona. Al mismo tiempo, supone un desafío para mejorar y hacer eficaz el sistema judicial y penitenciario, lo cual no es función de la Iglesia. Así, resulta patente que queda aún mucho por hacer en este rubro.